Las Huellas de lo Invisible – Capítulo 4

CAPÍTULO 4

 

—¿De verdad eres tú? ¿Estás aquí para pedirme ayuda? ¿A un psicólogo? ¿Ese que siempre nos está poniendo a parir?

—No exageres. Es verdad que no confío mucho en los resultados, pero es que no hay gran diferencia entre hablar con un psicólogo y con un gran amigo.

—¿O sea que, en realidad, vienes para charlar con el amigo?

—Digamos que quiero oír la opinión de un profesional de la psicología que es mi amigo y que, por tanto, sabrá entender mejor mi preocupación.

La inquietante experiencia de Joel con esa última paciente en mitad de la intervención quirúrgica lo había abocado a buscar con urgencia su parecer. Le había trastornado hasta el punto de que pidió inmediatamente una resonancia magnética de su cabeza para descubrir si algo estuviera creciendo en ella. Otro colega oncólogo le hizo el favor y le tranquilizó al asegurarle que no había nada anormal en ella. Casi fue peor, porque el hecho de que su cerebro estuviera impecable ponía de manifiesto que el problema era aún más difícil de escudriñar. ¿Y si estaba desarrollando una enfermedad mental?

Seguía sin saber cómo interpretar la visión de aquella paciente dormida enviándole supuestamente un mensaje. Nunca había creído en Dios, ni había sentido ninguna inclinación hacia temas esotéricos o paranormales, ni daba credibilidad a espíritus o fantasmas, que solo existían en las películas de terror que detestaba. «Nacemos, crecemos, morimos y en medio intentamos sobrevivir». Ese era uno de los lemas con los que Joel había vivido. Así que tenía muy claro que lo que le había parecido percibir, simplemente no había sucedido. La mujer del quirófano estaba completamente anestesiada y era materialmente imposible que despertara unos segundos para enviarle un supuesto mensaje, probablemente inducido por su propia psiquis. La prueba estaba en que sus colegas no habían percibido nada.

Tenía que reconocerlo: estaba asustado. Nunca antes había experimentado algo semejante y necesitaba digerirlo y darle una explicación racional.

Jonay era un psicólogo canario que había recalado en el hospital un par de semanas después de Joel, hacía tres años. Ambos rondaban la treintena, lo cual, junto al hecho de empezar como novatos, les ayudó a conectar y apoyarse. Era simpático y extrovertido, lo cual contrastaba con el carácter más distante de su compañero, pero también le servía de válvula de escape en los momentos más complicados. Así que, durante más de una hora, Joel se entretuvo en contarle pormenorizadamente el asunto de las pesadillas, cada detalle y cada sensación contradictoria. Después, con algo más de temor, afrontó el episodio del quirófano.

—Te juro que la vi y la escuché como ahora estoy aquí mismo. Hubo un momento en el que incluso sospeché que eran mis colegas los que me estaban tomando el pelo.

—Amigo, no creo que debas preocuparte demasiado. Por lo que me dices, no estás descansando mucho. ¡No sabes lo que la gente es capaz de hacer por la falta de sueño! Solo eso ya sería un motivo suficiente para provocar alucinaciones. Y si le añades el trauma de haber perdido a tu padre, el hombre que ha sido tu principal referente de vida, tiene aún más sentido. Es preciso que vivas el duelo, que te permitas llorar. No puedes seguir adelante como si nada hubiera sucedido. El hecho de que ya no esté cambia toda tu existencia, tus rutinas, tus prioridades y tienes que permitirte asumirlo, y no de un día para otro. Mi consejo, como amigo y como profesional, es que te tomes una semana de descanso, que duermas, te diviertas, salgas, vayas al cine o incluso te emborraches. ¡Por el amor de Dios, Joel, tienes treinta años y tu vida es como la de un abuelo de sesenta! ¿Cuánto hace que no tienes compañía en la cama?

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Todo. Tiene que ver todo. El cuerpo tiene unas necesidades y tú te olvidas de dárselas. Eres médico, un tío guapo, tan moreno que parece que siempre estás de vuelta de vacaciones, ojos azules grisáceos, cuerpo atlético… ¡Vamos que, si yo fuera gay, no te me escapabas! No me puedo creer que no te hagan propuestas, tengo amigos homosexuales mucho más aburridos y feos que tú que no paran de follar.

—Pues ya ves, yo seré la excepción que confirma la regla.

Lo cierto es que no es que careciera de oportunidades, es que no les prestaba la menor atención. Con unos doce años empezó a sospechar que le atraían más los chicos que las chicas. Tuvo un par de novietas que acabó dejando por honestidad hacia sí mismo y cuando alcanzó la mayoría de edad le conoció. David era el prototipo de intelectual, embaucador, repleto de encantos: atento, atractivo, de veinticinco años, artista, bohemio… Joel encontró en él un modelo a seguir. Durante el primer año de relación, le incitó a interesarse por el medio ambiente, por los más desfavorecidos, por los animales, se deshizo en detalles con un estudiante de medicina al que embaucó con sus halagos. Pese a que los padres habían aceptado con respeto su opción sexual, ninguno de los dos mostró una especial simpatía hacia David. No era por culpa de la diferencia de siete años de edad, en un periodo de la vida que puede suponer el paso de la inexperiencia a la madurez, sino de la actitud que su hijo mostraba frente a él. Cambió de forma de pensar, de actuar, completamente sumiso a cuanto decía su pareja, como si sus opiniones hubieran dejado de tener importancia, como si la voz de David fuera la del mismo Dios. Sus progenitores fueron testigos de varias situaciones embarazosas que tuvieron que tragarse sin el apoyo de su propio hijo: una noche fueron los cuatro a cenar a un restaurante y ellos pidieron solomillo y David se apresuró a encargar lasaña de espinacas, lo mismo que a continuación repitió Joel. Cuando los platos estuvieron sobre la mesa, el artista se embarcó en un discurso que denigraba a quienes comían carne, hacia los restaurantes que la servían, hacia las empresas que se aprovechaban de ella… y lo que se inició como una especie de conversación inofensiva acabó a gritos vociferantes que calificaban a los padres de «asesinos», mientras el hijo apoyaba el discurso de su pareja sin remilgos. Tal fue la incomodidad que sintieron que se levantaron, dejaron dos billetes de cincuenta euros y se marcharon frente a una pareja satisfecha por haberles obligado a sucumbir. Y es que la simpatía con la que se presentaba el primer día se transformaba en intransigencia, dureza, prepotencia y orgullo, como si él creyera que el mundo tuviera que arrodillarse ante sus cualidades.

Joel dejó de tener voluntad propia, literalmente le abdujeron el alma. Y, curiosamente, el artista, defensor de las causas perdidas, era el hijo de una adinerada familia de empresarios catalanes, que no tenía inconveniente en pagarle tanto el piso como sus gastos corrientes y cada curso al que se le ocurría apuntarse, sin necesidad de recibirlo, mientras Joel, que recibía una beca de estudios, aprobaba con puntuaciones ajustadas los primeros cursos de la carrera de medicina.

Cuando David conoció a un compañero de clase de Joel, también gay, se quedó prendado de él. Y no tuvo ningún inconveniente en piropearle ante su novio. De hecho, la conversación derivó en una propuesta firme para acostarse juntos los tres. A Joel no le gustó nada la idea y esto provocó una primera discusión fuerte con amenaza de separación incluida. Al ver que no reaccionaba recapacitó y sintió que negarse a sus intenciones significaría perderlo. Ya no concebía la vida sin él. Por eso aceptó con gran dolor de su corazón. Y nunca olvidaría aquella velada en la que tuvo que compartir a la persona que amaba en exclusiva con uno que acababa de llegar. También aprendió que a todo se puede llegar a acostumbrar uno y, a esa cama redonda le sucedieron otras, con otros chicos o chicas o ambos. Joel, en cada ocasión, se sentía más forzado, más artificial, más repugnante, menos él. Cada vez que le exponía a David sus temores y preocupaciones, este se defendía restándole importancia al sexo compartido. A partir de entonces, los ratos de amargura superaron a los de felicidad y una mañana, después de acostarse con Manu, un tercero que para Joel era desconocido, David le miró muy serio, desnudo sobre la cama y, sin esperar siquiera a que el otro se levantara, le lanzó el misil: ya no lo quería, estaba enamorado de Manu y le pedía que no volvieran a verse. Fueron cuatro años de relación a lo largo de los cuales Joel era únicamente la sombra de su pareja. Ni siquiera tuvo agallas para soltarle de inmediato, se mostró como un pajarillo herido y trató de retenerle con la promesa de que aceptaría compartirlo con Manu. Y, sin embargo, lo rechazó: «Lo siento. Ya no siento nada por ti. Has dejado de ser divertido. Me aburro contigo, eres triste, me cansas».

Durante los siguientes meses, el estudiante tuvo que recomponer los pedazos de todo lo que había destruido David para empezar a descubrir quién era en realidad, cómo era. Había llegado a algunas conclusiones, como que jamás volvería a entregar su voluntad a nadie; que era monógamo y que no deseaba volver a compartir cama con terceros.

Y el amor dio paso al desconcierto, y la sorpresa derivó en amargura, y esa tristeza se fundió con el menosprecio más absoluto hasta emerger, como el Ave Fénix, en forma de rabia hacia la vida, dolor por el abandono, enfado especialmente hacia su propia persona, por no haber hecho nada, por haber permitido que lo manipularan. Así que se enfrascó en una etapa de sexo desmedido, fogoso y sin ataduras, de rostros sin nombre, de cuerpos desnudos efímeros y, desde hacía un par de años, abandonó esos desmanes para dedicarse a sus padres y al trabajo, como si temiera caer enredado en la tela de araña de alguien nuevamente. Y es que una ruptura tan traumática le condujo a no buscar nuevas relaciones; es más, boicoteaba las tentativas de posibles pretendientes que le rondaban en el hospital, o que trataban de citarse con él a través de Internet y que pedían algo más que una noche loca.

Por eso, tenía mucho sentido lo que le decía Jonay aunque a él no le agradara escucharlo.

—El no tener deseo sexual ya es, por sí mismo, una patología. Podríamos indagar para encontrar el motivo por el que se ha esfumado.

—Entiéndeme, amigo, no es que no me excite, es solo que siento pereza de intentarlo.

—Joel, si has venido aquí para que te aconseje como profesional y como amigo, déjame decirte que tienes que poner el botón de pause. Necesitas tiempo, descanso y permitir que afloren tus sentimientos. Yo mismo estoy dispuesto a darte la baja. Y, tal vez, solo tal vez, si ves que sigues atormentado, sería bueno una hipnosis regresiva.

El médico había oído hablar de ello y sabía que su colega la practicaba. Se trataba de conducirle atrás en el tiempo, al momento en que se iniciaba el conflicto. Había pacientes que aseguraban haber viajado a una vida anterior incluso y, según Jonay, esto les había ayudado a acabar con sus temores, sus fobias y hasta sus dolores físicos. Por supuesto, él no creía en nada de eso, pero sí en el poder de la persuasión y también de las creencias personales, que podían llevar a alguien a curarse de alguna enfermedad más irreal que física. Y, pese a ello, seguía aceptando que su amigo era un excelente profesional.

—Gracias, Jonay. No dudo de que tengas razón, pero necesito seguir adelante con mi vida y creo que lo que menos falta me hace ahora mismo es dejar de trabajar.

—¡Tú mismo! Ahora, que también te digo que esas alucinaciones y pesadillas pueden ir a más. Vigílalas.

—Serás el primero al que se lo cuente, de verdad.

—Cuídate y cuando quieras me llamas y te acompaño a pegarnos una noche de fiesta.

—Todavía no estoy preparado, pero ese momento llegará.

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