Las Huellas de lo Invisible – Capítulo 3

LO PROMETIDO ES DEUDA

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CAPÍTULO 3

 

—Buenos días, doctor Suances. La mesa de operaciones ya está lista. Cuando quiera…

—Buenos días, Marta. ¿Está el equipo al completo?

—Sí. Todos están ya esperando.

—Perfecto. Me cambio en un segundo y nos ponemos a ello.

Eran las diez de la mañana y Joel no había podido disipar aún las escenas de su inquietante sueño. Atravesaba una de las etapas más difíciles de su vida a raíz de la muerte de su padre, hacía menos de un mes. Se había ido demasiado pronto, cuando todavía lo necesitaba. Con sesenta y ocho años recién cumplidos, empezaba a disfrutar por fin del tiempo libre de su jubilación, tres años después de abandonar el trabajo de enfermero que desarrolló durante más de cuarenta, los últimos de ellos en el mismo hospital en el que Joel ejercía como cirujano. Por eso, al detectarle un cáncer de páncreas, toda la familia se hundió con él. En apenas tres meses pasó de estar perfectamente a consumirse y fallecer.

Aunque Ángel era su padre adoptivo, nunca se lo planteaba, para él no había ninguna diferencia al respecto. De hecho, su conexión iba más allá de lo profesional, se admiraban y respetaban mutuamente y su pérdida había sido más dura de lo que estaba preparado para aceptar.

Quince días después del óbito, la madre le confesó que le había dejado una enigmática carta con el sobre lacrado que leyó delante de ella:

«Querido hijo:

Seguro que te extrañarás al encontrarte estas letras porque no es algo que vaya mucho conmigo. Siempre me ha gustado más hablar, contarte las cosas a la cara y decirte te quiero tantas veces como pudiera.

No deseo que sufras por mi ausencia, he sido afortunado por contar con tu madre y por tenerte al lado y eso me ha otorgado el don de sentirme dichoso. Me habría encantado seguir junto a vosotros veinte años más, pero también te aseguro que, si me hubiesen dado a elegir entre llegar a los ochenta y cinco sin vosotros o morir ahora a vuestro lado, no lo hubiera dudado ni un segundo: mi esposa y mi hijo sois lo más importante del mundo para mí.

Te escribo esta carta por cobardía. Sé que has tenido una vida relativamente fácil con nosotros y nunca nos has hecho preguntas. Estaba preparado para asumir tus carencias y ayudarte a llevar la mochila que todos los niños adoptados acaban llevando. Y, pese a que nunca llegaste a plantearlas, el fondo de tus ojos siempre me reflejó un halo de contención y de duda. No me malinterpretes, eres un joven estupendo, solo nos has dado motivos para sentirnos orgullosos de ti, sin embargo, hay momentos en los que te miro y veo un poso muy hondo de tristeza de la que ni siquiera tú eres consciente. Te has acostumbrado tanto a ella que has creído que te pertenece y no es así. He querido hallar una justificación en David, esa persona a la que tanto amaste y que te hizo conocer el significado de la palabra decepción; no obstante, a estas alturas he de ser sincero conmigo mismo y descartar esta explicación, porque esa pincelada de amargura te ha acompañado desde que llegaste a nosotros. Creí que nuestra complicidad nos llevaría a hablar de ello, de tu pasado, de tu origen, pero tú nunca sacaste el tema, y te mostraste reacio a buscarlo, así que simplemente lo respeté.

Ahora que me marcho, siento no haber podido bucear más en tu interior, sobre todo porque no me gusta verte aislado, de casa al trabajo y viceversa, sin amigos, sin vida social. Fíjate, que para un padre podría ser una bendición mantener a su hijo siempre al lado, pues, ¿sabes qué? Que solo demuestra que mamá y yo hemos sido egoístas y no hemos sacado lo mejor de ti, ese que es capaz de ser encantador, que enamora a hombres y a mujeres y cuya sensibilidad es su principal virtud y su mayor obstáculo a la vez.

Tal vez tu madre y yo te hayamos sobreprotegido. De todas formas, aún estás a tiempo, eres mucho más fuerte de lo que puedes llegar a imaginar y, aunque te pases la vida tratando de escapar de tu pasado, no te librarás de él hasta que no lo afrontes y lo aceptes. El hecho de que tus padres biológicos fallecieran en accidente de tráfico no quiere decir que no puedas recuperar parte de la historia de ese pasado. Tal vez me exceda, tu madre puede que no comparta mi opinión, ni siquiera me he atrevido a preguntárselo, pero es hora de que desandes el camino para escrutar en tu pasado y te acerques a quienes formaron parte de él, tal vez así encuentres las respuestas que ni siquiera te atreves hoy a formular.

Y, por supuesto, no dejes de querer a mamá, nunca la abandones, sé que no lo harás, inclúyela en tus planes siempre y no te olvides de que ella y yo te amamos incondicionalmente, hagas lo que hagas, seas como seas, solo por ser tú.

Mientras me recuerdes, seguiré a tu lado».

 

En una hoja, su padre le había dejado una dirección de Barcelona y un nombre: Vicente Escudero, que Joel leyó con la vista borrosa por culpa de las lágrimas y que le devolvían el recuerdo de un hombre comprensivo, amoroso, gran consejero y con enorme capacidad de perdón. Una persona con la bondad adherida a los pliegues de esas incipientes arrugas que la enfermedad le había regalado. Guardó la carta con la esperanza de tomar una decisión más adelante y ocultó el mensaje principal a su madre, para evitarle preocupaciones en un momento tan crítico para ella.

Esa misma noche, por primera vez, soñó con la tenebrosa escena del doble asesinato. Él, tan racional, con una mente tan científica, lo había traducido como una consecuencia directa de la lectura de la carta, que había prendido su imaginación. En la siguiente semana, sin embargo, las pesadillas se intensificaron y la misma historia del asesino de aquella familia le había visitado en tres ocasiones, con la misma consecuencia: se despertaba bañado en un charco de sudor.

Aquella mañana, mientras se vestía la bata, el gorro y demás atuendos para la intervención, tomó la firme determinación de visitar a su amigo Jonay, psicólogo, aunque hasta ahora siempre había renegado de su ayuda porque la consideraba inútil. Educado con una mente científica, la psicología era para él una forma de perpetuar los problemas más que de resolverlos, a través de terapias que se centraban en retrotraerse al origen, sin llegar a eliminar los síntomas. A pesar de todo, si en alguien podía confiar era en Jonay, al fin y al cabo, lo conocía desde que empezaron casi a la vez en el hospital, y no iba a perder nada por consultarle acerca de las pesadillas.

Al entrar en el quirófano, sobre la mesa central se encontraba la paciente, una joven con cara de circunstancias, a cuyo alrededor una médica anestesista y un par de enfermeros organizaban todo el instrumental necesario.

—Buenas tardes a todos. ¿Cómo está, Susana? —Joel se dirigió directamente a la chica tumbada con el fin de tranquilizarla.

—No le voy a engañar, bastante nerviosa y preocupada.

—No tienes por qué. —Quién respondió con una enorme sonrisa en la cara fue uno de los enfermeros—. Has tenido la suerte de que te toquen los mejores profesionales de Madrid.

—Confío en vosotros, eso sí.

—Ya verás, te dormimos y en menos de lo que imaginas estarás reiniciando tu vida —sentenció el otro enfermero.

Al ver que todo el personal estaba preparado, Joel hizo un gesto a la anestesista y esta cogió una mascarilla conectada a una máquina.

—Susana, te voy a colocar esto y quiero que cuentes hasta diez con tranquilidad.

—Vale.

—Ya puedes empezar.

—Uno, dos, tres…

Las primeras cifras surgieron tan lentas como fluidas.

—Cuatro, cinco, seis…

Los ojos comenzaron a entreverarse y el sonido dejó de oírse con nitidez.

—Siete…

El equipo médico interpretó la pausa como una evidencia de que se había dormido y procedieron a sujetar el material quirúrgico para comenzar la intervención.

—Ocho…

La voz les sorprendió por su energía y decidieron esperar unos segundos más para cerciorarse de que había perdido la consciencia. Cuando lo tuvieron claro, Joel asió el bisturí y comenzó a cortar el abdomen. Se trataba de una operación de corazón. Habían detectado un fallo aórtico y necesitaban repararlo.

Aunque al principio todo el equipo estaba sumamente concentrado en el trabajo, pasados unos minutos los profesionales empezaron a relajarse y a hablar de asuntos banales, como el tráfico, la última fiesta organizada por los enfermeros del hospital o los planes de boda de la propia anestesista. Joel escuchaba, pero apenas participaba, era algo a lo que sus compañeros estaban acostumbrados. Por eso se había ganado la fama de serio, poco alegre, aunque siempre educado.

Imbuido en sus propios pensamientos, el doctor se dispuso, pasadas unas horas, a iniciar el cosido final cuando una imagen tan espeluznante como asombrosa paralizó sus movimientos: Susana, la paciente, acababa de abrir los ojos, a pecho descubierto, con un enorme agujero que dejaba ver un corazón palpitante en el interior. La chica giró la cabeza con enorme contundencia, elevó el torso tensando los cables a los que estaba conectada, y se dirigió al cirujano con voz clara y solemne.

—Ha llegado la hora. No puedes seguir evitando tu pasado.

Sin tiempo para reaccionar, la joven volvió a recostarse y cerró los ojos. Joel, espantado, soltó de golpe los utensilios y se echó hacia atrás mientras el resto de sus colegas le miraban absortos.

—¿Pasa algo, doctor? —preguntó uno de los enfermeros.

—La paciente… ha despertado, ¿es que no lo has visto?

El aludido buscó los ojos de sus compañeros sin dar crédito a lo que estaba escuchando y el resto cortaron de golpe la conversación.

—Yo la veo completamente dormida, doctor Suances —acertó a responder.

—Pero ¿qué dices? ¿No has oído lo que ha dicho?

—Yo no he escuchado nada. ¿Vosotros?

—¡Qué va! —Luján, la anestesista, trató de restarle importancia—. Me parece Joel que necesitas unos días de descanso. A mí me pasó una vez algo semejante y por culpa del estrés. No es raro, con la presión a la que estás sometido. Ni siquiera te has tomado un tiempo para asumirlo.

—Yo sé lo que he visto —su tono se elevó y rozó el enfado.

—¿Quieres que acabemos nosotros? Solo nos queda coser la herida.

—No hace falta. Puedo hacerlo yo.

La tensión del ambiente se manifestó en forma de un incómodo silencio, ante el disgusto manifiesto del cirujano. A pesar de todo, se dispuso a cerrar el pecho con grapas y, una vez concluida la labor, salió precipitadamente de la sala, sin una palabra más al respecto. El resto se volvieron a mirar y uno de los enfermeros preguntó en voz alta:

—¿Qué es lo que ha pasado aquí?

Fue Luján la primera que salió al paso para responder.

—Nada. Todos pasamos por etapas difíciles: Joel estaba muy unido al padre y ni siquiera se pidió los días que le correspondían para pasar el duelo, es comprensible. Será mejor olvidarlo.

Nadie se atrevió a apostillar nada al respecto, pese a que por encima de esa justificación sobrevoló inevitable por el quirófano una extraña sensación de temor y angustia generalizada ante la posibilidad de que estuviera perdiendo la cabeza.

 

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