Las Huellas de lo Invisible – Capítulo 1

CAPÍTULO 1

 

La hoja afilada y brillante de aquel incisivo cuchillo de acero penetró hasta el puño. El cuerpo inerte del hombre se desplomó sobre el suelo del salón y él, todavía con el arma blanca en las manos, sintió nerviosismo, cierta congoja, pero también liberación. Asido todavía a una empuñadura que no dejaba de mirar, abandonó despreocupado al hombre moribundo mientras se dirigía, seguro de sí mismo, al pie de una escalinata de madera que le resultaba familiar. En mitad del recorrido, un espejo le reflejó la imagen de hombre joven y enjuto, delgado, con la cara ensangrentada, fuera de sí que, pese a no ser capaz de identificar, le devolvía la certeza de que era él mismo.

Desde la parte superior de la vivienda, una mujer le salió al paso alertada por el ruido, vestida únicamente con bata de satén sobre un camisón. Acababa de despertar y al verle con ese enorme cuchillo en la mano, se afanó en resguardarse en el interior de su dormitorio. Tomó una silla y la colocó inclinada en el suelo haciendo palanca con la manilla de la puerta, con el fin de presionar para evitar el acceso del intruso. Los obstáculos solo le incitaron al otro a esmerarse más con el fin de concluir su objetivo, así que acumuló fuerzas para golpear con su cuerpo la puerta. Al principio, apenas se meneó, pese a que la víctima, aterrada, se desgañitaba tratando de que alguien la escuchara y acudiera a socorrerle. A cada nueva embestida, la madera fue cediendo hasta que finalmente consiguió derribar la silla y, con cierta dificultad, se introdujo en la estancia. Era obvio que se trataba de una familia con posibilidades económicas, aunque ese extremo le traía en aquel instante sin cuidado. La cama con dosel, de dos metros de anchura, de estilo victoriano, el suelo de madera, los techos altos, de donde colgaba una lámpara de araña de desproporcionadas dimensiones, y el vestidor, con acceso independiente, hacia donde había corrido a cobijarse la mujer, ponían en evidencia las comodidades que disfrutaban. Se acercó con paso seguro, erguido, hasta alcanzar la puerta del vestidor. Si bien ella opuso toda la resistencia posible con las manos sobre el pomo, no impidió que la abriera con relativa facilidad. Prendió la luz para dejar al descubierto a una joven de unos treinta y tantos años, con cara dulce y atractiva, cabello ensortijado y ojos aterrorizados bañados en lágrimas.

—¡Por favor, no! Llévese todo el dinero, le daré la clave de la caja fuerte, pero no me haga nada.

—Lo siento, de verdad, pero no puedo hacer otra cosa.

El hombre, con los ojos inyectados en sangre, movió hacia atrás el brazo y con extrema ligereza repitió la misma maniobra que ya había realizado unos minutos antes en la parte inferior de la casa: le asestó varias cuchilladas ante una mirada implorante que empezó a teñirse de rojo en los estertores de la muerte. Nuevamente, sacó el arma y volvió a introducirlo para evitarle más sufrimiento antes de dejarla tendida en el suelo.

Al darse la vuelta, el asesino se topó frente a frente con unas pupilas tan absortas como paralizadas: las de un niño. Un pequeño rubito de no más de siete años que permanecía en shock, de pie, con los ojos casi fuera de sus órbitas en dirección a aquella mujer.

—Hola.

El asesino quiso llamar su atención. Trataba, por algún motivo, de captar su interés, desviar su vista del cadáver de la mujer, pero el pequeño no respondía, como si se hubiera convertido en estatua de sal.

—Muchacho, deja de mirarla. No te asustes.

De la boca entreabierta del niño brotaba un hilo de saliva incontenible sin fuerzas para hacer ningún movimiento.

—Niño, ¿cómo te llamas?

Ninguna respuesta.

—No te voy a hacer nada.

Ni un parpadeo.

—No quería que lo vieras.

Las lágrimas se hicieron hueco en sus mejillas y caían al suelo sordas y ciegas.

—Tenía que ocurrir. Lo he hecho por ti.

La mirada, por fin, del niño, se desentendió por un instante del cuerpo yacente de la mujer para posarse en el enigmático asesino y justo en ese instante una simbiosis imposible de describir unificó ambos cuerpos. Era a la vez el atacante y el pequeño, mezcla de sentimientos de dolor y liberación. Le embargó una tormenta de emociones, de terror, de odio, de tristeza, de angustia, de ganas de gritar desde un cuerpo mudo e hierático. El deseo de vociferar se fue haciendo por momentos más evidente hasta que de su voz brotó un desgarrador alarido largamente contenido.

Irguió la parte superior del cuerpo angustiado y, pese a la penumbra, su cabeza hizo un giro lateral para cerciorarse del lugar que ocupaba. Estaba sobre la cama, solo, bañado en sudor pese a no llevar pijama. Trató de recomponerse mientras a oscuras intentaba localizar el interruptor de la luz de la mesita. Finalmente, la habitación emergió ante él intacta, tal y como la había dejado cuando se acostó. Se levantó, todavía nervioso y accionó el pulsador de apertura de la persiana. El sol se desperezaba por el horizonte. Su despertador señalaba las siete y media de la mañana de aquel 8 de abril de 2018. Solo faltaban unos minutos para que sonara insistentemente la alarma. Se volvió a sentar en la cama para revisitar el sueño. Era la tercera vez esta semana que sufría la misma pesadilla y, como en las ocasiones precedentes, retornó a la consciencia después de que el asesino del sueño pronunciara esas palabras y que él sintiera nuevamente que formaba parte de los dos cuerpos a la vez: el de la víctima, un niño, y el del verdugo, un asesino. ¿Qué podía significar todo aquello? ¿Cómo era posible que lo percibiera tan real, que recordara hasta el último detalle, que fuera capaz de albergar tal cúmulo de emociones al respecto? Nunca había vivido una situación en su día a día cotidiano que tuviera relación con aquello y, sin embargo, le era sumamente familiar. Ya no sabía si, a fuerza de repetirse, la había asumido como propia o estaba inspirada en alguna vivencia ordinaria que a él le hubiera pasado inadvertida.

Todavía acumulaba una fuerte dosis de congoja mezclada con una inexplicable sensación de libertad, como si se hubiera deshecho de una pesada carga. Aun así, su mente racional le empujó a olvidarse del sueño para retomar su jornada laboral, así que se levantó y se preparó un café. Pese al esfuerzo, lo que menos entendía era por qué tenía la impresión de que esa mujer asesinada era una parte importante de su pasado.

13 thoughts on “Las Huellas de lo Invisible – Capítulo 1

  1. ….el comienzo de esta novela ya me a atrapado.!!!!!!…Ya estoy impaciente por seguir la historia!!!!…

  2. Cuanto tiempo tenemos que esperar para poder tener la novela?el primer capítulo es un aperitivo muy suculento.

  3. Muy prometedor este primer capítulo!! Me has dejado muy intrigado. Voy a tener que cambiarte el nombre y empezar a llamarte Frederik «Tojunto» Forsyte!!

  4. En nuestras mente se encuentran agazapados pensamientos que parecian olvidados. Preguntas sin respuestas. Traumas aun no superados. No da tiempo al cuerpo a digerir todo aquello que de una manera u otra nos ahoga en algun momento de nuestra vida. Y siguen martirizandonos sin saber que hacer y si en el caso de saber que hacer no somos capaces de realizar eso que nos paraliza.

Responder a Miguel Angel Cancelar la respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *