4 Capítulos GRATIS. Las Huellas de lo Invisible

LAS HUELLAS DE LO INVISIBLE

 

CAPÍTULO 1

 

La hoja afilada y brillante de aquel incisivo cuchillo de acero penetró hasta el puño. El cuerpo inerte del hombre se desplomó sobre el suelo del salón y él, todavía con el arma blanca en las manos, sintió nerviosismo, cierta congoja, pero también liberación. Asido todavía a una empuñadura que no dejaba de mirar, abandonó despreocupado al hombre moribundo mientras se dirigía, seguro de sí mismo, al pie de una escalinata de madera que le resultaba familiar. En mitad del recorrido, un espejo le reflejó la imagen de hombre joven y enjuto, delgado, con la cara ensangrentada, fuera de sí que, pese a no ser capaz de identificar, le devolvía la certeza de que era él mismo.

Desde la parte superior de la vivienda, una mujer le salió al paso alertada por el ruido, vestida únicamente con bata de satén sobre un camisón. Acababa de despertar y al verle con ese enorme cuchillo en la mano, se afanó en resguardarse en el interior de su dormitorio. Tomó una silla y la colocó inclinada en el suelo haciendo palanca con la manilla de la puerta, con el fin de presionar para evitar el acceso del intruso. Los obstáculos solo le incitaron al otro a esmerarse más con el fin de concluir su objetivo, así que acumuló fuerzas para golpear con su cuerpo la puerta. Al principio, apenas se meneó, pese a que la víctima, aterrada, se desgañitaba tratando de que alguien la escuchara y acudiera a socorrerle. A cada nueva embestida, la madera fue cediendo hasta que finalmente consiguió derribar la silla y, con cierta dificultad, se introdujo en la estancia. Era obvio que se trataba de una familia con posibilidades económicas, aunque ese extremo le traía en aquel instante sin cuidado. La cama con dosel, de dos metros de anchura, de estilo victoriano, el suelo de madera, los techos altos, de donde colgaba una lámpara de araña de desproporcionadas dimensiones, y el vestidor, con acceso independiente, hacia donde había corrido a cobijarse la mujer, ponían en evidencia las comodidades que disfrutaban. Se acercó con paso seguro, erguido, hasta alcanzar la puerta del vestidor. Si bien ella opuso toda la resistencia posible con las manos sobre el pomo, no impidió que la abriera con relativa facilidad. Prendió la luz para dejar al descubierto a una joven de unos treinta y tantos años, con cara dulce y atractiva, cabello ensortijado y ojos aterrorizados bañados en lágrimas.

—¡Por favor, no! Llévese todo el dinero, le daré la clave de la caja fuerte, pero no me haga nada.

—Lo siento, de verdad, pero no puedo hacer otra cosa.

El hombre, con los ojos inyectados en sangre, movió hacia atrás el brazo y con extrema ligereza repitió la misma maniobra que ya había realizado unos minutos antes en la parte inferior de la casa: le asestó varias cuchilladas ante una mirada implorante que empezó a teñirse de rojo en los estertores de la muerte. Nuevamente, sacó el arma y volvió a introducirlo para evitarle más sufrimiento antes de dejarla tendida en el suelo.

Al darse la vuelta, el asesino se topó frente a frente con unas pupilas tan absortas como paralizadas: las de un niño. Un pequeño rubito de no más de siete años que permanecía en shock, de pie, con los ojos casi fuera de sus órbitas en dirección a aquella mujer.

—Hola.

El asesino quiso llamar su atención. Trataba, por algún motivo, de captar su interés, desviar su vista del cadáver de la mujer, pero el pequeño no respondía, como si se hubiera convertido en estatua de sal.

—Muchacho, deja de mirarla. No te asustes.

De la boca entreabierta del niño brotaba un hilo de saliva incontenible sin fuerzas para hacer ningún movimiento.

—Niño, ¿cómo te llamas?

Ninguna respuesta.

—No te voy a hacer nada.

Ni un parpadeo.

—No quería que lo vieras.

Las lágrimas se hicieron hueco en sus mejillas y caían al suelo sordas y ciegas.

—Tenía que ocurrir. Lo he hecho por ti.

La mirada, por fin, del niño, se desentendió por un instante del cuerpo yacente de la mujer para posarse en el enigmático asesino y justo en ese instante una simbiosis imposible de describir unificó ambos cuerpos. Era a la vez el atacante y el pequeño, mezcla de sentimientos de dolor y liberación. Le embargó una tormenta de emociones, de terror, de odio, de tristeza, de angustia, de ganas de gritar desde un cuerpo mudo e hierático. El deseo de vociferar se fue haciendo por momentos más evidente hasta que de su voz brotó un desgarrador alarido largamente contenido.

Irguió la parte superior del cuerpo angustiado y, pese a la penumbra, su cabeza hizo un giro lateral para cerciorarse del lugar que ocupaba. Estaba sobre la cama, solo, bañado en sudor pese a no llevar pijama. Trató de recomponerse mientras a oscuras intentaba localizar el interruptor de la luz de la mesita. Finalmente, la habitación emergió ante él intacta, tal y como la había dejado cuando se acostó. Se levantó, todavía nervioso y accionó el pulsador de apertura de la persiana. El sol se desperezaba por el horizonte. Su despertador señalaba las siete y media de la mañana de aquel 8 de abril de 2018. Solo faltaban unos minutos para que sonara insistentemente la alarma. Se volvió a sentar en la cama para revisitar el sueño. Era la tercera vez esta semana que sufría la misma pesadilla y, como en las ocasiones precedentes, retornó a la consciencia después de que el asesino del sueño pronunciara esas palabras y que él sintiera nuevamente que formaba parte de los dos cuerpos a la vez: el de la víctima, un niño, y el del verdugo, un asesino. ¿Qué podía significar todo aquello? ¿Cómo era posible que lo percibiera tan real, que recordara hasta el último detalle, que fuera capaz de albergar tal cúmulo de emociones al respecto? Nunca había vivido una situación en su día a día cotidiano que tuviera relación con aquello y, sin embargo, le era sumamente familiar. Ya no sabía si, a fuerza de repetirse, la había asumido como propia o estaba inspirada en alguna vivencia ordinaria que a él le hubiera pasado inadvertida.

Todavía acumulaba una fuerte dosis de congoja mezclada con una inexplicable sensación de libertad, como si se hubiera deshecho de una pesada carga. Aun así, su mente racional le empujó a olvidarse del sueño para retomar su jornada laboral, así que se levantó y se preparó un café. Pese al esfuerzo, lo que menos entendía era por qué tenía la impresión de que esa mujer asesinada era una parte importante de su pasado.

 

 

CAPÍTULO 2

 

—¡Eh, tú! Dame tu comida.

La orden procedía directamente de Marcos, un joven fornido y alto, vestido con una camiseta de tirantes que permitía atisbar unos músculos ostensiblemente desarrollados en cuya superficie despuntaban diversos tatuajes, entre ellos, una serpiente, una cara femenina, un corazón y el símbolo del ying y el yang. Sonreía dejando entrever unos dientes blancos y bien formados.

En el comedor, las miradas de los reclusos de ese centro penitenciario se giraron al unísono para fijarse en el joven de pie, así como en el hombre sentado, con ligeras arrugas en la piel, cabello largo y grisáceo, mediana estatura y que aparentaba unos cincuenta y cinco años. Algunos vigilaban la garita de entrada para auscultar a los distraídos guardias y atestiguar si se percataban de lo que columbraban que estaba a punto de suceder.

—¡Quédatela! Te hace más falta que a mí.

La serenidad con la que el hombre más mayor pronunció esas palabras con un ligero acento sudamericano no sorprendió al resto de comensales, acostumbrados a su discurso siempre medido. Lo que, en realidad, les intrigaba era la reacción del nuevo, un impetuoso toro bravo que acababa de recalar en el módulo de respeto, después de pasar los primeros días en el de ingresos. Por su parte, Lucas, el hombre al que increpaba, llevaba cinco años fuera de aislamiento, donde había vivido la mayor parte de los primeros treinta de su condena. Veinticuatro horas al día en solitario, encerrado en una estancia sin compañía y con una única hora para airearse en el patio. Pese a que siguiera siendo considerado como un recluso de primer grado, salir de aquella reclusión para poder interaccionar con el resto de los internos, en aquel módulo de respeto de la cárcel de Albolote, en Granada, le parecía un privilegio. De hecho, se había ganado la fama de ser uno de los más pacíficos y tranquilos de todo el módulo trece.

La actitud retadora de Marcos frente a su compañero respondía a una discusión previa con otros reos acerca de Lucas. ¿Hasta qué punto de sumisión llegaría aquel extravagante preso? Él se mostró dispuesto a descubrirlo.

—¿Por qué no me das también tus zapatillas puto payo pony? Es que estoy cansado de ponerme las mías…

Sin un destello de duda, Lucas se acuclilló para desasirse los cordones antes de acceder a sus deseos. Al mismo tiempo que las depositaba ante él, le hablaba con afabilidad.

—Espero que te sirvan. Veo que te gustan los tatuajes. ¿Sabes lo que significa ese del brazo?

—¿Tú eres gilipollas, o qué? Dame tu reloj.

—Por supuesto, la verdad es que no me hace falta. Como comprenderás muy pronto, el tiempo no existe.

—¿Tú de qué vas? ¿De filósofo? ¿De cura? ¡Menudo gilipollas! No hay nadie a tu lado, ¿no ves que la gente pasa de tus movidas? ¿Sabes qué? Que no quiero tu comida, que seguro que me enveneno.

Marcos lanzó la bandeja con tal fuerza que fue a parar al suelo tras golpear el cuerpo de Lucas, mientras que algunas risas espontáneas resonaban en el recinto. Sin el menor signo de alteración, el hombre se agachó para recoger los garbanzos y parte del caldo con sus propias manos y ayudado por una cuchara comenzó a devolverlo al plato.

—¿Es que te los vas a comer todavía? Serás cerdo…

El fornido joven aplastó con su pie los garbanzos que todavía no había recogido y le propinó una patada al plato, todavía en manos de Lucas, rompiéndolo y ensuciando por completo su ropa, antes de golpearle con el pie en la barriga, obligándole a doblegarse momentáneamente de dolor.

De nuevo algunas risotadas rasgaron el silencio durante los escasos segundos que ambos permanecieron parados, mientras que los guardias continuaban ajenos al desaguisado. Poco a poco, fue incorporándose hasta que se levantó y dando la espalda a su interlocutor caminó hacia una puerta.

—¿Dónde cojones vas?

—A limpiar eso. No lo vamos a dejar así.

—Serás subnormal.

Fuera de sí, el chico avanzó hasta llegar a su altura y le golpeó inclemente, alentado por algunos presos, que ya de pie, jaleaban y hacían burlas, frente a otros que trataban de ocultarse. Los vigilantes, finalmente se percataron del tumulto y se apresuraron a separar a ambos contrincantes, pese a que uno era el que pegaba y el otro únicamente se limitaba a recibir los golpes.

—¿Qué coño pasa aquí? ¡A aislamiento los dos! Sois un par de capullos.

Mientras se los llevaban, Marcos se dirigió por última vez a Lucas.

—¿Qué es esto, me preguntas? El ying y el yang, el símbolo del equilibrio. Y hasta que no te mate no voy a obtenerlo, que lo sepas.

Con la cara ensangrentada y asistido por un guardia que lo portaba a rastras, el hombre elevó la cabeza y simplemente sonrió.

—Lo sabía. Estás en el camino. Me alegro por ti. Estoy aquí para ayudarte.

—Ah, ¿sí? Pues, ve cortándote las venas en aislamiento y me ahorrarás el trabajo.

El eco de las carcajadas de los presos interfirió entre los gritos de los funcionarios que les llamaban al orden.

En un rincón de la prisión, en una de las mesas más alejadas, varios reclusos se miraban entre ellos y cerraban los ojos de impotencia. Era evidente que se lamentaban de lo que había ocurrido, tal vez porque ese hombre apaleado les despertara cierta simpatía, pero el hecho de que ninguno de ellos alzara un solo dedo para defenderle de su agresor, que caminaba nervioso hacia una celda de aislamiento por delante del otro, se podía traducir como un efecto del temor que despertaba ese enigmático interno. Un miedo irracional no solo por el delito que se le imputaba, sino especialmente por su extraña actitud de continua indulgencia y condescendencia hacia los demás, a la cual no encontraban una explicación lógica.

 

 

CAPÍTULO 3

 

—Buenos días, doctor Suances. La mesa de operaciones ya está lista. Cuando quiera…

—Buenos días, Marta. ¿Está el equipo al completo?

—Sí. Todos están ya esperando.

—Perfecto. Me cambio en un segundo y nos ponemos a ello.

Eran las diez de la mañana y Joel no había podido disipar aún las escenas de su inquietante sueño. Atravesaba una de las etapas más difíciles de su vida a raíz de la muerte de su padre, hacía menos de un mes. Se había ido demasiado pronto, cuando todavía lo necesitaba. Con sesenta y ocho años recién cumplidos, empezaba a disfrutar por fin del tiempo libre de su jubilación, tres años después de abandonar el trabajo de enfermero que desarrolló durante más de cuarenta, los últimos de ellos en el mismo hospital en el que Joel ejercía como cirujano. Por eso, al detectarle un cáncer de páncreas, toda la familia se hundió con él. En apenas tres meses pasó de estar perfectamente a consumirse y fallecer.

Aunque Ángel era su padre adoptivo, nunca se lo planteaba, para él no había ninguna diferencia al respecto. De hecho, su conexión iba más allá de lo profesional, se admiraban y respetaban mutuamente y su pérdida había sido más dura de lo que estaba preparado para aceptar.

Quince días después del óbito, la madre le confesó que le había dejado una enigmática carta con el sobre lacrado que leyó delante de ella:

«Querido hijo:

Seguro que te extrañarás al encontrarte estas letras porque no es algo que vaya mucho conmigo. Siempre me ha gustado más hablar, contarte las cosas a la cara y decirte te quiero tantas veces como pudiera.

No deseo que sufras por mi ausencia, he sido afortunado por contar con tu madre y por tenerte al lado y eso me ha otorgado el don de sentirme dichoso. Me habría encantado seguir junto a vosotros veinte años más, pero también te aseguro que, si me hubiesen dado a elegir entre llegar a los ochenta y cinco sin vosotros o morir ahora a vuestro lado, no lo hubiera dudado ni un segundo: mi esposa y mi hijo sois lo más importante del mundo para mí.

Te escribo esta carta por cobardía. Sé que has tenido una vida relativamente fácil con nosotros y nunca nos has hecho preguntas. Estaba preparado para asumir tus carencias y ayudarte a llevar la mochila que todos los niños adoptados acaban llevando. Y, pese a que nunca llegaste a plantearlas, el fondo de tus ojos siempre me reflejó un halo de contención y de duda. No me malinterpretes, eres un joven estupendo, solo nos has dado motivos para sentirnos orgullosos de ti, sin embargo, hay momentos en los que te miro y veo un poso muy hondo de tristeza de la que ni siquiera tú eres consciente. Te has acostumbrado tanto a ella que has creído que te pertenece y no es así. He querido hallar una justificación en David, esa persona a la que tanto amaste y que te hizo conocer el significado de la palabra decepción; no obstante, a estas alturas he de ser sincero conmigo mismo y descartar esta explicación, porque esa pincelada de amargura te ha acompañado desde que llegaste a nosotros. Creí que nuestra complicidad nos llevaría a hablar de ello, de tu pasado, de tu origen, pero tú nunca sacaste el tema, y te mostraste reacio a buscarlo, así que simplemente lo respeté.

Ahora que me marcho, siento no haber podido bucear más en tu interior, sobre todo porque no me gusta verte aislado, de casa al trabajo y viceversa, sin amigos, sin vida social. Fíjate, que para un padre podría ser una bendición mantener a su hijo siempre al lado, pues, ¿sabes qué? Que solo demuestra que mamá y yo hemos sido egoístas y no hemos sacado lo mejor de ti, ese que es capaz de ser encantador, que enamora a hombres y a mujeres y cuya sensibilidad es su principal virtud y su mayor obstáculo a la vez.

Tal vez tu madre y yo te hayamos sobreprotegido. De todas formas, aún estás a tiempo, eres mucho más fuerte de lo que puedes llegar a imaginar y, aunque te pases la vida tratando de escapar de tu pasado, no te librarás de él hasta que no lo afrontes y lo aceptes. El hecho de que tus padres biológicos fallecieran en accidente de tráfico no quiere decir que no puedas recuperar parte de la historia de ese pasado. Tal vez me exceda, tu madre puede que no comparta mi opinión, ni siquiera me he atrevido a preguntárselo, pero es hora de que desandes el camino para escrutar en tu pasado y te acerques a quienes formaron parte de él, tal vez así encuentres las respuestas que ni siquiera te atreves hoy a formular.

Y, por supuesto, no dejes de querer a mamá, nunca la abandones, sé que no lo harás, inclúyela en tus planes siempre y no te olvides de que ella y yo te amamos incondicionalmente, hagas lo que hagas, seas como seas, solo por ser tú.

Mientras me recuerdes, seguiré a tu lado».

 

En una hoja, su padre le había dejado una dirección de Barcelona y un nombre: Vicente Escudero, que Joel leyó con la vista borrosa por culpa de las lágrimas y que le devolvían el recuerdo de un hombre comprensivo, amoroso, gran consejero y con enorme capacidad de perdón. Una persona con la bondad adherida a los pliegues de esas incipientes arrugas que la enfermedad le había regalado. Guardó la carta con la esperanza de tomar una decisión más adelante y ocultó el mensaje principal a su madre, para evitarle preocupaciones en un momento tan crítico para ella.

Esa misma noche, por primera vez, soñó con la tenebrosa escena del doble asesinato. Él, tan racional, con una mente tan científica, lo había traducido como una consecuencia directa de la lectura de la carta, que había prendido su imaginación. En la siguiente semana, sin embargo, las pesadillas se intensificaron y la misma historia del asesino de aquella familia le había visitado en tres ocasiones, con la misma consecuencia: se despertaba bañado en un charco de sudor.

Aquella mañana, mientras se vestía la bata, el gorro y demás atuendos para la intervención, tomó la firme determinación de visitar a su amigo Jonay, psicólogo, aunque hasta ahora siempre había renegado de su ayuda porque la consideraba inútil. Educado con una mente científica, la psicología era para él una forma de perpetuar los problemas más que de resolverlos, a través de terapias que se centraban en retrotraerse al origen, sin llegar a eliminar los síntomas. A pesar de todo, si en alguien podía confiar era en Jonay, al fin y al cabo, lo conocía desde que empezaron casi a la vez en el hospital, y no iba a perder nada por consultarle acerca de las pesadillas.

Al entrar en el quirófano, sobre la mesa central se encontraba la paciente, una joven con cara de circunstancias, a cuyo alrededor una médica anestesista y un par de enfermeros organizaban todo el instrumental necesario.

—Buenas tardes a todos. ¿Cómo está, Susana? —Joel se dirigió directamente a la chica tumbada con el fin de tranquilizarla.

—No le voy a engañar, bastante nerviosa y preocupada.

—No tienes por qué. —Quién respondió con una enorme sonrisa en la cara fue uno de los enfermeros—. Has tenido la suerte de que te toquen los mejores profesionales de Madrid.

—Confío en vosotros, eso sí.

—Ya verás, te dormimos y en menos de lo que imaginas estarás reiniciando tu vida —sentenció el otro enfermero.

Al ver que todo el personal estaba preparado, Joel hizo un gesto a la anestesista y esta cogió una mascarilla conectada a una máquina.

—Susana, te voy a colocar esto y quiero que cuentes hasta diez con tranquilidad.

—Vale.

—Ya puedes empezar.

—Uno, dos, tres…

Las primeras cifras surgieron tan lentas como fluidas.

—Cuatro, cinco, seis…

Los ojos comenzaron a entreverarse y el sonido dejó de oírse con nitidez.

—Siete…

El equipo médico interpretó la pausa como una evidencia de que se había dormido y procedieron a sujetar el material quirúrgico para comenzar la intervención.

—Ocho…

La voz les sorprendió por su energía y decidieron esperar unos segundos más para cerciorarse de que había perdido la consciencia. Cuando lo tuvieron claro, Joel asió el bisturí y comenzó a cortar el abdomen. Se trataba de una operación de corazón. Habían detectado un fallo aórtico y necesitaban repararlo.

Aunque al principio todo el equipo estaba sumamente concentrado en el trabajo, pasados unos minutos los profesionales empezaron a relajarse y a hablar de asuntos banales, como el tráfico, la última fiesta organizada por los enfermeros del hospital o los planes de boda de la propia anestesista. Joel escuchaba, pero apenas participaba, era algo a lo que sus compañeros estaban acostumbrados. Por eso se había ganado la fama de serio, poco alegre, aunque siempre educado.

Imbuido en sus propios pensamientos, el doctor se dispuso, pasadas unas horas, a iniciar el cosido final cuando una imagen tan espeluznante como asombrosa paralizó sus movimientos: Susana, la paciente, acababa de abrir los ojos, a pecho descubierto, con un enorme agujero que dejaba ver un corazón palpitante en el interior. La chica giró la cabeza con enorme contundencia, elevó el torso tensando los cables a los que estaba conectada, y se dirigió al cirujano con voz clara y solemne.

—Ha llegado la hora. No puedes seguir evitando tu pasado.

Sin tiempo para reaccionar, la joven volvió a recostarse y cerró los ojos. Joel, espantado, soltó de golpe los utensilios y se echó hacia atrás mientras el resto de sus colegas le miraban absortos.

—¿Pasa algo, doctor? —preguntó uno de los enfermeros.

—La paciente… ha despertado, ¿es que no lo has visto?

El aludido buscó los ojos de sus compañeros sin dar crédito a lo que estaba escuchando y el resto cortaron de golpe la conversación.

—Yo la veo completamente dormida, doctor Suances —acertó a responder.

—Pero ¿qué dices? ¿No has oído lo que ha dicho?

—Yo no he escuchado nada. ¿Vosotros?

—¡Qué va! —Luján, la anestesista, trató de restarle importancia—. Me parece Joel que necesitas unos días de descanso. A mí me pasó una vez algo semejante y por culpa del estrés. No es raro, con la presión a la que estás sometido. Ni siquiera te has tomado un tiempo para asumirlo.

—Yo sé lo que he visto —su tono se elevó y rozó el enfado.

—¿Quieres que acabemos nosotros? Solo nos queda coser la herida.

—No hace falta. Puedo hacerlo yo.

La tensión del ambiente se manifestó en forma de un incómodo silencio, ante el disgusto manifiesto del cirujano. A pesar de todo, se dispuso a cerrar el pecho con grapas y, una vez concluida la labor, salió precipitadamente de la sala, sin una palabra más al respecto. El resto se volvieron a mirar y uno de los enfermeros preguntó en voz alta:

—¿Qué es lo que ha pasado aquí?

Fue Luján la primera que salió al paso para responder.

—Nada. Todos pasamos por etapas difíciles: Joel estaba muy unido al padre y ni siquiera se pidió los días que le correspondían para pasar el duelo, es comprensible. Será mejor olvidarlo.

Nadie se atrevió a apostillar nada al respecto, pese a que por encima de esa justificación sobrevoló inevitable por el quirófano una extraña sensación de temor y angustia generalizada ante la posibilidad de que estuviera perdiendo la cabeza.

 

 

CAPÍTULO 4

 

—¿De verdad eres tú? ¿Estás aquí para pedirme ayuda? ¿A un psicólogo? ¿Ese que siempre nos está poniendo a parir?

—No exageres. Es verdad que no confío mucho en los resultados, pero es que no hay gran diferencia entre hablar con un psicólogo y con un gran amigo.

—¿O sea que, en realidad, vienes para charlar con el amigo?

—Digamos que quiero oír la opinión de un profesional de la psicología que es mi amigo y que, por tanto, sabrá entender mejor mi preocupación.

La inquietante experiencia de Joel con esa última paciente en mitad de la intervención quirúrgica lo había abocado a buscar con urgencia su parecer. Le había trastornado hasta el punto de que pidió inmediatamente una resonancia magnética de su cabeza para descubrir si algo estuviera creciendo en ella. Otro colega oncólogo le hizo el favor y le tranquilizó al asegurarle que no había nada anormal en ella. Casi fue peor, porque el hecho de que su cerebro estuviera impecable ponía de manifiesto que el problema era aún más difícil de escudriñar. ¿Y si estaba desarrollando una enfermedad mental?

Seguía sin saber cómo interpretar la visión de aquella paciente dormida enviándole supuestamente un mensaje. Nunca había creído en Dios, ni había sentido ninguna inclinación hacia temas esotéricos o paranormales, ni daba credibilidad a espíritus o fantasmas, que solo existían en las películas de terror que detestaba. «Nacemos, crecemos, morimos y en medio intentamos sobrevivir». Ese era uno de los lemas con los que Joel había vivido. Así que tenía muy claro que lo que le había parecido percibir, simplemente no había sucedido. La mujer del quirófano estaba completamente anestesiada y era materialmente imposible que despertara unos segundos para enviarle un supuesto mensaje, probablemente inducido por su propia psiquis. La prueba estaba en que sus colegas no habían percibido nada.

Tenía que reconocerlo: estaba asustado. Nunca antes había experimentado algo semejante y necesitaba digerirlo y darle una explicación racional.

Jonay era un psicólogo canario que había recalado en el hospital un par de semanas después de Joel, hacía tres años. Ambos rondaban la treintena, lo cual, junto al hecho de empezar como novatos, les ayudó a conectar y apoyarse. Era simpático y extrovertido, lo cual contrastaba con el carácter más distante de su compañero, pero también le servía de válvula de escape en los momentos más complicados. Así que, durante más de una hora, Joel se entretuvo en contarle pormenorizadamente el asunto de las pesadillas, cada detalle y cada sensación contradictoria. Después, con algo más de temor, afrontó el episodio del quirófano.

—Te juro que la vi y la escuché como ahora estoy aquí mismo. Hubo un momento en el que incluso sospeché que eran mis colegas los que me estaban tomando el pelo.

—Amigo, no creo que debas preocuparte demasiado. Por lo que me dices, no estás descansando mucho. ¡No sabes lo que la gente es capaz de hacer por la falta de sueño! Solo eso ya sería un motivo suficiente para provocar alucinaciones. Y si le añades el trauma de haber perdido a tu padre, el hombre que ha sido tu principal referente de vida, tiene aún más sentido. Es preciso que vivas el duelo, que te permitas llorar. No puedes seguir adelante como si nada hubiera sucedido. El hecho de que ya no esté cambia toda tu existencia, tus rutinas, tus prioridades y tienes que permitirte asumirlo, y no de un día para otro. Mi consejo, como amigo y como profesional, es que te tomes una semana de descanso, que duermas, te diviertas, salgas, vayas al cine o incluso te emborraches. ¡Por el amor de Dios, Joel, tienes treinta años y tu vida es como la de un abuelo de sesenta! ¿Cuánto hace que no tienes compañía en la cama?

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Todo. Tiene que ver todo. El cuerpo tiene unas necesidades y tú te olvidas de dárselas. Eres médico, un tío guapo, tan moreno que parece que siempre estás de vuelta de vacaciones, ojos azules grisáceos, cuerpo atlético… ¡Vamos que, si yo fuera gay, no te me escapabas! No me puedo creer que no te hagan propuestas, tengo amigos homosexuales mucho más aburridos y feos que tú que no paran de follar.

—Pues ya ves, yo seré la excepción que confirma la regla.

Lo cierto es que no es que careciera de oportunidades, es que no les prestaba la menor atención. Con unos doce años empezó a sospechar que le atraían más los chicos que las chicas. Tuvo un par de novietas que acabó dejando por honestidad hacia sí mismo y cuando alcanzó la mayoría de edad le conoció. David era el prototipo de intelectual, embaucador, repleto de encantos: atento, atractivo, de veinticinco años, artista, bohemio… Joel encontró en él un modelo a seguir. Durante el primer año de relación, le incitó a interesarse por el medio ambiente, por los más desfavorecidos, por los animales, se deshizo en detalles con un estudiante de medicina al que embaucó con sus halagos. Pese a que los padres habían aceptado con respeto su opción sexual, ninguno de los dos mostró una especial simpatía hacia David. No era por culpa de la diferencia de siete años de edad, en un periodo de la vida que puede suponer el paso de la inexperiencia a la madurez, sino de la actitud que su hijo mostraba frente a él. Cambió de forma de pensar, de actuar, completamente sumiso a cuanto decía su pareja, como si sus opiniones hubieran dejado de tener importancia, como si la voz de David fuera la del mismo Dios. Sus progenitores fueron testigos de varias situaciones embarazosas que tuvieron que tragarse sin el apoyo de su propio hijo: una noche fueron los cuatro a cenar a un restaurante y ellos pidieron solomillo y David se apresuró a encargar lasaña de espinacas, lo mismo que a continuación repitió Joel. Cuando los platos estuvieron sobre la mesa, el artista se embarcó en un discurso que denigraba a quienes comían carne, hacia los restaurantes que la servían, hacia las empresas que se aprovechaban de ella… y lo que se inició como una especie de conversación inofensiva acabó a gritos vociferantes que calificaban a los padres de «asesinos», mientras el hijo apoyaba el discurso de su pareja sin remilgos. Tal fue la incomodidad que sintieron que se levantaron, dejaron dos billetes de cincuenta euros y se marcharon frente a una pareja satisfecha por haberles obligado a sucumbir. Y es que la simpatía con la que se presentaba el primer día se transformaba en intransigencia, dureza, prepotencia y orgullo, como si él creyera que el mundo tuviera que arrodillarse ante sus cualidades.

Joel dejó de tener voluntad propia, literalmente le abdujeron el alma. Y, curiosamente, el artista, defensor de las causas perdidas, era el hijo de una adinerada familia de empresarios catalanes, que no tenía inconveniente en pagarle tanto el piso como sus gastos corrientes y cada curso al que se le ocurría apuntarse, sin necesidad de recibirlo, mientras Joel, que recibía una beca de estudios, aprobaba con puntuaciones ajustadas los primeros cursos de la carrera de medicina.

Cuando David conoció a un compañero de clase de Joel, también gay, se quedó prendado de él. Y no tuvo ningún inconveniente en piropearle ante su novio. De hecho, la conversación derivó en una propuesta firme para acostarse juntos los tres. A Joel no le gustó nada la idea y esto provocó una primera discusión fuerte con amenaza de separación incluida. Al ver que no reaccionaba recapacitó y sintió que negarse a sus intenciones significaría perderlo. Ya no concebía la vida sin él. Por eso aceptó con gran dolor de su corazón. Y nunca olvidaría aquella velada en la que tuvo que compartir a la persona que amaba en exclusiva con uno que acababa de llegar. También aprendió que a todo se puede llegar a acostumbrar uno y, a esa cama redonda le sucedieron otras, con otros chicos o chicas o ambos. Joel, en cada ocasión, se sentía más forzado, más artificial, más repugnante, menos él. Cada vez que le exponía a David sus temores y preocupaciones, este se defendía restándole importancia al sexo compartido. A partir de entonces, los ratos de amargura superaron a los de felicidad y una mañana, después de acostarse con Manu, un tercero que para Joel era desconocido, David le miró muy serio, desnudo sobre la cama y, sin esperar siquiera a que el otro se levantara, le lanzó el misil: ya no lo quería, estaba enamorado de Manu y le pedía que no volvieran a verse. Fueron cuatro años de relación a lo largo de los cuales Joel era únicamente la sombra de su pareja. Ni siquiera tuvo agallas para soltarle de inmediato, se mostró como un pajarillo herido y trató de retenerle con la promesa de que aceptaría compartirlo con Manu. Y, sin embargo, lo rechazó: «Lo siento. Ya no siento nada por ti. Has dejado de ser divertido. Me aburro contigo, eres triste, me cansas».

Durante los siguientes meses, el estudiante tuvo que recomponer los pedazos de todo lo que había destruido David para empezar a descubrir quién era en realidad, cómo era. Había llegado a algunas conclusiones, como que jamás volvería a entregar su voluntad a nadie; que era monógamo y que no deseaba volver a compartir cama con terceros.

Y el amor dio paso al desconcierto, y la sorpresa derivó en amargura, y esa tristeza se fundió con el menosprecio más absoluto hasta emerger, como el Ave Fénix, en forma de rabia hacia la vida, dolor por el abandono, enfado especialmente hacia su propia persona, por no haber hecho nada, por haber permitido que lo manipularan. Así que se enfrascó en una etapa de sexo desmedido, fogoso y sin ataduras, de rostros sin nombre, de cuerpos desnudos efímeros y, desde hacía un par de años, abandonó esos desmanes para dedicarse a sus padres y al trabajo, como si temiera caer enredado en la tela de araña de alguien nuevamente. Y es que una ruptura tan traumática le condujo a no buscar nuevas relaciones; es más, boicoteaba las tentativas de posibles pretendientes que le rondaban en el hospital, o que trataban de citarse con él a través de Internet y que pedían algo más que una noche loca.

Por eso, tenía mucho sentido lo que le decía Jonay aunque a él no le agradara escucharlo.

—El no tener deseo sexual ya es, por sí mismo, una patología. Podríamos indagar para encontrar el motivo por el que se ha esfumado.

—Entiéndeme, amigo, no es que no me excite, es solo que siento pereza de intentarlo.

—Joel, si has venido aquí para que te aconseje como profesional y como amigo, déjame decirte que tienes que poner el botón de pause. Necesitas tiempo, descanso y permitir que afloren tus sentimientos. Yo mismo estoy dispuesto a darte la baja. Y, tal vez, solo tal vez, si ves que sigues atormentado, sería bueno una hipnosis regresiva.

El médico había oído hablar de ello y sabía que su colega la practicaba. Se trataba de conducirle atrás en el tiempo, al momento en que se iniciaba el conflicto. Había pacientes que aseguraban haber viajado a una vida anterior incluso y, según Jonay, esto les había ayudado a acabar con sus temores, sus fobias y hasta sus dolores físicos. Por supuesto, él no creía en nada de eso, pero sí en el poder de la persuasión y también de las creencias personales, que podían llevar a alguien a curarse de alguna enfermedad más irreal que física. Y, pese a ello, seguía aceptando que su amigo era un excelente profesional.

—Gracias, Jonay. No dudo de que tengas razón, pero necesito seguir adelante con mi vida y creo que lo que menos falta me hace ahora mismo es dejar de trabajar.

—¡Tú mismo! Ahora, que también te digo que esas alucinaciones y pesadillas pueden ir a más. Vigílalas.

—Serás el primero al que se lo cuente, de verdad.

—Cuídate y cuando quieras me llamas y te acompaño a pegarnos una noche de fiesta.

—Todavía no estoy preparado, pero ese momento llegará.

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